Los valores estables y eternos son revelados a los fieles en esta dispensación, y adquieren su carácter de Aquél de quiense nos dice: “Jesucristo es el mismo ayer, hoy y por los siglos”, y la gloria está eternamente vinculada a su augusta persona: “Al cual sea gloria por los siglos de los siglos” (Hbr. 13:8, 21).

La epístola a los Hebreos tiene por objeto desplegar los bienes que son celestiales y eternos. Cristo, el Pontífice Divino, está coronado en los cielos, dando este hecho un carácter eterno a su humanidad glorificada. Todo el sistema divino de mejores cosas está en manos de Aquél que es Dios y Hombre. Él es “sacerdote eternamente” (5:6) y es “pontífice de los bienes que habían de venir” (9:11). Cada redimido de Cristo está en posesión del “evangelio de los bienes”, bienes de valor eterno, firmes, estables y duraderos. ¡Cómo necesitamos considerar y conocer bien todo lo que Dios nos ha dado en Cristo, para confirmar y fortalecer nuestras almas!

Los hebreos estaban en un estado movedizo e inestable por falta de esta firmeza en el alma: por un conocimiento escaso de Aquél que es fiador de un mejor testamento (7:22), y por sombra y que Dios ya había abrogado por causa de su flaqueza e inutilidad (7:18).

Toda teoría y doctrina que pretende atribuir valor a personas u objetos materiales de la tierra, o quizás a cosas invisibles e imaginarias que desvían la mirada de Cristo, el “autor y consumador de la fe”, es calificada por la palabra como “culto voluntario”, vano e inútil (Col. 2:17-23), y destituye al alma del único objeto que le brinda solidez y firmeza, objeto que lleva en sí el sello de “la vida indisoluble”,

Cristo Jesús, quien, “consumado, vino a ser causa de eterna salvación a todos los que le obedecen” (5:9; 7:16; 12:2). La seguridad de la vida eterna es indispensable para la felicidad perfecta del alma; sin ella, ésta será como un barco sacudido por el viento en medio de un mar embravecido. Es, pues,“buena cosa”, como nos exhorta la epístola, “afirmar el corazón en la gracia” (13:9). Esta gracia que afirma el corazón, está asegurada en la persona de Aquél que “por la gracia de Dios gustó la muerte por todos”, y fluye de Él (2:9). ¡Qué triste para el alma perder de vista a Cristo y su obra consumada en la cruz, y ocuparse con sus propias y miserables obras!

Es triste ver a veces aún a sinceros creyentes que, por un conocimiento deficiente de la doctrina sólida de salvación por pura gracia, viven temblando, no sea que en cualquier momento puedan perder la vida eterna y caer en el infierno.

Los tales no ven hermosura ni valor en afirmaciones divinas como éstas: “Cristo… por su propia sangre, entró una sola vez en el santuario, habiendo obtenido eterna redención, y: “por lo cual, puede también salvar eternamente a los que por Él seallegan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos” (9:11, 12; 7:25).

La perfecta seguridad de la salvación, según insistir en apegarse a un sistema de cosas que sólo eran estas Escrituras y muchas otras, no dependen del creyente o de sus débiles esfuerzos para perseverar, sino de Cristo, quien por su sangre entró en el santuario celestial, asegurando una eterna redención, y permanece allí “viviendo siempre para interceder” y asegurar la eterna salvación de sus redimidos.

¿Quién nos puede arrebatar de sus manos? El creyente que afirma su corazón en la gracia y no se deja llevar por “doctrinas diversas y extrañas”, conoce la grandeza inmutable de Aquél que le ha dado un eterno perdón (8:12), y le ha conducido ya a esferas de bendiciones perennes. El ancla de su alma, segura y firme, está echada en el mismo cielo, dentro del velo, en la persona del “precursor Jesús, hecho pontífice para siempre” ¡Qué “fortísimo consuelo”, y qué esperanza gloriosamente segura! (6:18-20).

Los valores eternos tienen el sello de la perfección, a la cual no se puede ni añadir ni quitar, y la cual está absolutamente vinculada con el “Hijo, hecho perfecto para siempre” (7:28). Lo que no es eterno, no es perfecto; y lo que no es perfecto, no es eterno. Por lo tanto, “eterna redención” es perfecta redención, y “eterna salud” es salvación perfecta. Más aún, ¡y qué maravilla!, Él pone su sello de la perfección eterna sobre sus redimidos, pues “con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (10:14).

¡Alma mía, echa mano a los valores eternos, y alaba a tu Salvador eternamente!

 “Agua Viva” Estudios, pensamientos, reflexiones: Jorge L. Mereshíán

Recopiladora Noemí Mereshián

Acerca del Autor

Olga de Pedernera
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