En este comienzo de la primavera, detente a observar la hermosura de una flor… toda ella es perfecta, pero pronto se marchita.

El paso del tiempo modifica también nuestras circunstancias, perdemos seres queridos, salud y juventud.

Si nuestra felicidad depende de estos cambios en un mundo tan variable, estamos perdidas. Pero, ¿cómo, entonces, nos aferramos a lo efímero? Es como querer sostenerse de una columna de hielo colocada a pleno sol; pronto se desvanecerá.

Sin embargo, Dios nos dice que hay algo que es permanente: Su Palabra… “Toda carne es como la hierba. Y toda la gloria del hombre como la flor de la hierba. La hierba se seca y la flor se cae. Mas la palabra del Señor permanece para siempre” (1 Pedro 1:24)

Hubo en la historia de la humanidad un rey muy sabio y observador que conoció bien qué es tener toda la gloria y el poder. Hizo grandes obras, edificó casas, plantó viñas y huertos con árboles de todo fruto y jardines. Creó zonas de bosques y estanques de aguas para regarlos. Compró siervos y siervas, y algunos nacieron en su propia casa. También tuvo una posesión grande de vacas y ovejas, plata y oro a montones y tesoros preciados de reyes. Tuvo cantores y cantoras y toda clase de instrumentos de música. No se negó nada de lo que quiso en la vida.

Pero a pesar de todo, vio que todo era pasajero y que producía fatiga el trabajo para lograrlo. Inspirado por Dios, escribió: “El fin de todo el discurso oído es este: Teme a Dios y guarda sus mandamientos porque esto es el todo del hombre. Porque Dios traerá toda obra a juicio…” (Eclesiastés 12:13-14)

Sí, Dios nos juzgará un día a todos, pero no con las normas de este mundo variable donde todo puede llegar a justificarse y pasar por bien hecho. Él juzgará de acuerdo a su Palabra, que es verdad, donde lo bueno es bueno y lo malo, malo. En ella se nos dice que “todos somos pecadores” y que debemos arrepentirnos y confiar. Arrepentirnos, es decir, lamentar, sentir un peso en el corazón por nuestro mal hacer, nuestro mal pensar, nuestro comportamiento imperfecto ante los ojos de Dios. Pero no quedarnos ahí. Tras ese lamento viene el confiar; confiar en el amor de Dios hacia cada una de nosotras, amor que le llevó a entregar a su Hijo Jesucristo como rescate por todos. Confiar en que ese pago fue suficiente para hacer desaparecer nuestro pecado.

El pecado es como una enfermedad terrible que nos condena a morir. Pero es difícil aceptar ser curadas cuando no nos sentimos enfermas, ¿no es cierto?

Sucede igual con este ofrecimiento: Dios quiere salvarte de este mundo de vanidades que va a ser condenado y colocarte en un camino nuevo, con objetivos eternos. Y así, aunque nos toque perder cosas que son valiosas en este mundo, especialmente en lo afectivo, nuestra mirada y apoyo estarán en Cristo, el Salvador y quien  sustenta todas las cosas. No hay nadie más poderoso y nada de mayor valor, “porque en ningún otro hay salvación, porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos”.

Cuando veas una flor… acuérdate.

Acerca del Autor

Raquel Vázquez
Arquitecta | + posts