”Angustiada está mi alma; ¿hasta cuándo, Señor, hasta cuándo?” Salmo 6:3
La efervescencia que se produce en el corazón, por causa de esperar algo que parece que nunca va a llegar, suele tener en su apogeo a la intranquilidad.
¿Hasta cuándo?
Un interrogante tan humano, que hace soporte en nuestras emociones hasta estallar.
Estos momentos son propicios para cuestionar la falta de intervención divina, sin darnos cuenta de que los silencios del Creador son también parte de su plan y su intervención.
Las convulsiones interiores suelen ramificarse a través de toda el alma, enfermándola.
El cansancio irritado de la espera necesita una explicación o alguien a quien hacer responsable de nuestras desdichas.
Pasar el escáner para testear el código de barra de nuestros sentimientos produce fastidio.
No nos damos cuenta de que la mejor pregunta que podemos hacer es:
¿qué quieres que aprenda, Señor, de lo que me está pasando?
Esto cambia el sentido y la visión, la bruma del corazón se empieza a disipar.
Cuando la espera fortalece la fe y la esperanza abriga.
El propósito cobra sentido para animarnos a no olvidar la fidelidad de Dios.
Las olas del mar siguen llegando, en quietud, para besar la arena.
Así llegan las respuestas de Dios, para recordarnos que él siempre estuvo ahí, como un mar inamovible de amor.
Sus tiempos son perfectos, si sabemos esperar pacientemente.
La paciencia es el resultado de someter toda ansiedad al cuidado de él y es algo que no podemos lograr si no dejamos que su Espíritu obre.
Cada vez que esperamos algo, tenemos dos opciones: quejarnos o esperar en el tiempo perfecto de Dios.
¿Hasta cuándo? debería ser reemplazado por: ¿y por qué no?
Este interrogante suele ser el trampolín para aventurarse a descubrir el carácter de Dios.