Este relato cuenta la historia de un padre en quien su hijo puede confiar completamente ante una situación extrema, y nos hace recordar a nuestro Padre Celestial, quién está pendiente de cada detalle de nuestra vida, nada escapa de su control y tiene cuidado de nosotros. Un Padre que nos amó tanto que nos dió a su único Hijo, para que creyendo en El podamos ser salvos, y también ser llamados sus hijos.
Disfruta del audio y del relato escrito:
La casa Incendiada
Era una noche densamente oscura; la población estaba entregada al sueño. Espesos nubarrones cubrían la faz de la luna, impidiendo que ésta con sus plateados rayos hiciera menos denso el negror de la noche; soplaba un viento glacial y amenazador. De repente en el silencio de la noche se oyó un grito, un grito agónico y desesperado: ¡Fuego, fuego!
Una de las casas del pueblo estaba ardiendo y los moradores de ésta se despertaron sobresaltados; no bien se dieron cuenta de la situación huyeron de la casa en llamas, saliendo por la puerta posterior, con la criatura más pequeña en los brazos, pero el niño mayor, de diez años de edad, estaba en otro cuarto. El padre desesperado, corría alrededor de la casa incendiada, dando voces: “¡Mi hijo, mi hijo! Mi hijo está allí adentro, va a ser consumido por el fuego”
…si no hacía algo desesperado perecería…
En ese momento se encontró con la criada, que también huía del peligro, y le preguntó:
-¿Dónde está el niño?
-No sé, no lo he visto, respondió la mujer.
La escalera de madera ya era pasto de las llamas, y el viento que soplaba fuertemente propagaba el fuego por todas partes. De repente apareció el niño en una de las ventanas: “Papá, ¿dónde estás? ¡Papá sálvame, sino me sacas de aquí me voy a quemar!”
El padre, desesperado, respondió: “Aquí estoy, hijo mío, estoy con los brazos extendidos para recibirte”
La silueta del niño se destacaba en medio del siniestro resplandor del fuego, pero el humo espeso le impedía a él ver a la gente que estaba abjo ansiosa de salvarle.
-“¡Déjate caer!”- gritó el padre -. “¡Aquí estoy yo con los brazos extendidos para recibirte!”
-“¡Pero papá, no puedo verte!”- exclamó el niño.
-“¡No importa, créeme, lo que te digo, aquí estoy y yo te recibiré en mis brazos; lánzate sin miedo!”
La gente que presenciaba la trágica escena también daba voces aconsejándole al niño que acatase la voz del padre. En ese momento el niño comprobé que si no hacía algo desesperado perecería en las llamas. Éstas ya lamían las paredes del cuarto donde se encontraba y el calor era desesperante, y sacando ánimo de donde no lo tenía, dando un grito, se arrojó.
Lo mismo ocurre en lo que se refiere a la salvación eterna, se requiere un acto de fe. La divina palabra dice:”Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo”. Creer en Cristo no es más que reconocer el peligro en que estamos de perecer eternamente y, al mismo tiempo creer que Él, que es el Hijo de Dios, vino al mundo para salvarnos. “El que cree no es condenado, mas el que no cree, ya es condenado, porque no creyó en el unigénito Hijo de Dios”
Pecador, arrójate a los brazos de tu Dios, y dile como Tomás:”¡Señor mío y Dios mío!”
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