EL FLORERO

Florencio llegó del campo a la ciudad en busca del famoso «progreso». Su esposa Matilde y sus tres hijos eran la razón de su decisión: darles estudio, un futuro mejor, solía decir.
Recién llegados, apenas contaban con algunos pesos para alquilar una pieza, cocina-comedor y baño compartido en el corredor. La dueña del caserón se llamaba Lidia, pero la apodaron «doña Paca», apodo que disfrutaba. Desde el principio doña Paca se mostró amigable: acomódense tranquilos y descansen, después hablamos, fueron sus palabras de bienvenida.
Matilde respiró hondo, sirvió a los chicos un vaso de leche fría y lentamente comenzó a vaciar su valija. Lo primero que sacó fue un bonito florero de cristal que su madre le regaló cuando se casó; un poco regalo y otro poco recordatorio: cada vez que lo mires acordate de mamá.
Mientras tanto Florencio, una vez instalados, salió ese mismo día a buscar trabajo. Florencio había dejado de beber pocos meses antes y aún luchaba con el vicio.
Una tarde, casi noche, llegó raro, con el rostro desfigurado. Matilde enseguida comprendió lo que le sucedía, había vuelto a beber una vez más, pero esta vez, frustrado, sin un peso en el bolsillo, perdió los estribos, agarró el jarrón de cristal con las flores recién puestas y lo estrelló contra la pared. Un viento helado petrificó la escena. Doña Paca enseguida tomó a los niños y se los llevó a tomar un helado: no se preocupen, esta noche duermen en casa. Matilde, llorando, lo abrazó y se quedó prendida a su cuello mientras susurraba cariñosamente: todo va a estar bien, todo va a estar bien.
Doña Paca les habló de Jesús con mucha ternura: saben, mi esposo también tomaba mucho, era bueno, pero una gota de alcohol bastaba para trastornarlo. Cuando Jesús entró en nuestra vida todo cambió. Esas palabras sencillas iluminaron los rostros de Matilde y Florencio, y ahí mismo, sin entender demasiado, entregaron su vida a Cristo.
Después de un tiempo Florencio consiguió trabajo en una fábrica de zapatos, Matilde realizaba costuras con una vieja máquina de doña Paca y los niños fueron recibidos en el colegio del barrio.
Una tarde fría y lluviosa Matilde vio entrar a Florencio con un paquete bajo el brazo; viejos fantasmas del alcohol aparecieron de nuevo pero prefirió ir hasta la cocina a traer el mate caliente y pan dulce: sentate que ya te cebo unos mates -le dijo. Todavía temerosa, se acercó a la mesa, alzó la mirada y… lo vio. No era una botella de alcohol, era un florero nuevo. Matilde lloró y rió a la vez, los nubarrones de violencia y vicio iban quedando atrás, Dios era su Padre ahora.
Cuando los niños volvieron de la escuela, muertos de frío, «la Matilde» como la llamaban, los estaba esperando con la merienda lista: café con leche, manteca y dulce, pan tostado, todo puesto sobre el mantel de hule, pero se dio cuenta enseguida de que la mesa estaba incompleta. Salió corriendo al patio y cortó una flores blancas, rojas y amarillas del cantero de doña Paca y las metió en el florero antes de que llegaran los chicos. Un olorcito a hogar inundaba la cocina.
Ellos se sentaron, tomaron la leche con pan, manteca y dulce sin decir palabra alguna sobre el florero. Matilde quedó muy intrigada y se acercó al patio para preguntarles, pero no hizo falta, sólo los escuchó dialogar entre ellos: ¿vieron qué hermoso florero compró papá? ¿Cómo sabés que fue papá? -preguntó el hermano. Al llegar vi a mamá cortando las flores, uno pone una cosa y el otro pone la otra.
La Matilde, el Florencio y los niños invitaron a doña Paca a ser la abuela postiza y ella aceptó con mucho placer. “En el amor no hay temor”

1 Juan 4:16-21

Continuará.

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Miguel Meghruni
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