Junto a la cruz de Jesús estaban los testigos de esa escena única en el tiempo: Cristo que expiaba los pecados. Era mediodía (la hora romana sexta); sin embargo las tinieblas se extendieron sobre todo el país cubriéndolo durante tres horas. Y cerca de la hora novena, desde el seno de la oscuridad, la voz de Jesús se hizo oír: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has desamparado? ¡Oh, ese doloroso grito cómo debió de desgarrar el corazón de las tres mujeres y el de Juan! Tal vez se hayan dicho “¿Cómo es posible? ¿Le desampararía Dios en esa hora suprema? Nuestro Señor, Nuestro Mesías, ¿puede ser abandonado por Dios? Entonces, ¡todo está perdido!” Comprendemos su angustia.

Pero, de repente, surgen de los labios de Jesús otras palabras “Consumado es”. ¡Ah! Estas son las palabras que traen alivio y paz a nuestros corazones. Todo está cumplido: esto responde a la justicia divina y al mismo tiempo a la condición del hombre pecador. Dios está satisfecho y el pecador está salvado. El pecado, obstáculo que separaba a Dios del hombre, ha sido expiado. ¡ Con qué atención Juan y las mujeres que se hallaban con él deben haber recogido esas benditas palabras! Las horas de desamparo se han acabado, y la oscuridad se disipa. El cielo, cerrado por unas horas, vuelve a abrirse para oír las últimas palabras del Muy Amado, quien esta vez, al haber hallado la comunión con Dios, puede decir: “Padre en tus manos encomiendo mi espíritu” ( Lucas 23:46)

 

FUENTE:REVISTA ANTORCHA, Iglesia Evangélica Maranatha

 

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