“Y repentinamente apareció con el ángel una multitud de las huestes celestiales, que alababan a Dios, y decían: ¡Gloria a Dios en las alturas, Y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!” Lucas 2:13-14
El nacimiento del Señor Jesús es un hecho sin precedentes, y lo seguirá siendo por toda la eternidad. No se produjo por casualidad. Ningún hombre lo planeó, ningún hombre o institución lo provocó. Su nacimiento estuvo en la misma mente divina y “cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley” (Gálatas 4:4)
El “tiempo empezó a cumplirse” cuando Augusto César promulgó un edicto de empadronamiento, donde cada uno debía registrarse en la ciudad de su origen familiar. José y María, descendientes ambos de la dinastía davídica (aunque por líneas distintas), necesariamente tuvieron que trasladarse de la ciudad de Nazaret en Galilea, a la ciudad de David, Belén, en Judea, a pesar de que María estaba con un avanzado embarazo.
Si a Augusto César no se le hubiere ocurrido en el momento oportuno designado por Dios hacer este empadronamiento, el Señor Jesús hubiese nacido en Nazaret de Galilea, y la profecía de Miqueas 5:2 hubiese sido errónea. “Pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor en Israel; y sus salidas son desde el principio, desde los días de la eternidad.” Hasta el mínimo detalle está bajo la perfecta dirección divina.
El tiempo se cumplió cuando María dio a luz a su Hijo Primogénito. Dios se proveyó del vientre de esta santa mujer para llevar a cabo la venida al mundo de Jesús. “Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley”.
Su nacimiento pasó ignorado para muchos habitantes del mundo conocido de ese entonces, pero Dios decidió publicarlo a los más humildes de la escala social de Israel: los pastores. Estos eran gente humilde, de muy poca instrucción y bajos recursos. De trabajo sin descanso. Su testimonio no era tenido en cuenta por la simpleza de su capacidad intelectual.
Pero una noche, los sencillos pastores cuidando sus rebaños durante la vigilia, fueron los testigos oculares de la más espectacular primicia que pudiera pretender cualquier agencia informativa.
La noticia era de una fuente excelente, absolutamente fidedigna. El vocero, nada menos que un ángel del Señor, les dijo: “…os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es CRISTO el Señor.”
Como señal impactante: “Hallaréis al niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre.” La señal no eran los pañales (que todo bebé utiliza) sino “acostado en un pesebre”, especie de cajón donde comen los animales. Esa fue la “cuna improvisada” para cobijar al naciente Hijo de Dios, “porque no había lugar para ellos en el mesón”.
Repentinamente, millones de millones de huestes celestiales alababan a Dios y decían: “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!”. Estos seres celestiales que continuamente ejercen su función de alabar a Dios en su presencia, bajaron para dar gloria a Dios y comunicar a la humanidad que Dios tiene su buena voluntad de dar paz a los hombres a través de su Hijo Jesucristo.
Esa fue la noche que nació el Señor Jesús. Los pastores jamás habrán olvidado semejante experiencia. Se la habrán transmitido a sus hijos y a sus descendientes con vívidos detalles. Noche espectacular la que nació Jesús.
Seguramente no fue un 25 de Diciembre, pero se le recuerda en esa fecha convenida, como el día en que el Dios encarnado entró a nuestro mundo para salvarnos de nuestros pecados. Fecha digna de recordar.
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