Hay un relato interesante de una costumbre muy antigua. En la vieja Grecia, cuna de arte, ciencia y filosofía, se dice que de vez en cuando se celebraban ciertas competencias públicas de agudeza intelectual. Esto sucedió en Atenas. A la hora convenida y en el sitio señalado comparecieron muchísimos individuos en calidad de espectadores, y otros más, quienes serían los participantes del certamen.

El momento de expectación llegó. Los ojos  de todos estaban atentos. Se había anunciado un buen premio para el que hiciera la más asombrosa demostración de ingenio humano. Uno a uno de los concursantes fue haciendo gala de su habilidad, ganándose los aplausos y la admiración de los concurrentes. Cada número parecía mejor que el anterior.

Quedaban sólo dos para exhibir sus talentos. Uno de ellos pasó al frente y pidió que le colocaran una pizarra en el escenario. Así lo hicieron. Luego tomó una barrita de tiza y la quedó mirando. Los espectadores estaban en suspenso. ¿Qué irá a hacer? Se preguntaban. De pronto el hombre fijó su mirada en la pizarra…con un solo movimiento de su mano derecha dibujó un círculo perfecto. Un compás no hubiera trazado una circunferencia igual. El público aplaudió estruendosamente. Algunos musitaron: “Sin duda alguna que este hombre se llevará el primer premio”.

Pero nuevamente vino la calma y en escena apareció el último de los concursantes. Él también tomó la barrita de tiza. Hizo una pausa que subrayó el silencio de la multitud. Todos echaron a volar su imaginación, en un vano intento de adivinar lo que haría ese hombre. Por fin, acomodado el yeso entre sus dedos, clavó sus ojos en la pizarra y, en un santiamén, hizo un punto blanco en el centro mismo del círculo. No se había desviado ni siquiera en una fracción de milímetro. Aquel toque maestro había impreso el punto en el sitio geométricamente adecuado. La muchedumbre prorrumpió en gritos. Se puso de pie. Este hombre había tenido el mayor genio: ponerle el punto a la circunferencia.

En ésto hay una gran lección. El hombre, con su inteligencia, ha logrado trazar muchos círculos, pero sólo Dios le puede poner el centro; sólo Él le da significado y valor supremo a la vida. Jesucristo, el más sabio de los hombres, dijo: “Separados de mí nada podéis hacer” y “Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” ( Juan 15:5c; 10:10b). ¿Es Jesucristo el centro de tu vida?

 

 

Adolfo Robleto

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