David es dueño de una preciosa corona, un poderoso dominio sobre el pueblo de Israel, y una riqueza considerable. Pero no es de esto de lo que se asombra, porque sabe que con ello, en realidad, nada tiene.
El verdadero descubrimiento es que su herencia no se trata de bienes materiales.
Probablemente, en un tiempo de reflexión, ha llegado a la conclusión de que en unos cuantos años dejará de ser rey, su palacio será habitado por otros, y sus sirvientes trabajarán para alguien más.
¿Qué queda, entonces, después de las épocas de mayor poder y vitalidad? Al considerar la fragilidad de su vida, comprende que es imposible aferrarse a lo que puede mirar y sentir, porque ello desaparecerá tarde o temprano. Y en aquella conclusión, exclama: “Yo declaro, Señor, que tú eres mi dueño; que sin ti no tengo ningún bien.” (Sal. 16:2).
Con estas palabras, halla calma. En un sistema en que lo importante es lo que se posee, guarda y logra, David descansa en la identidad de Alguien superior a su propia existencia. Entiende que su mayor herencia es la de contar con el respaldo del Todopoderoso.
La misma estructura de meritocracia y autosuficiencia que operaba entre los protagonistas de la historia bíblica, subsiste en nuestros días. De hecho, la pregunta por lo que verdaderamente es esencial en esta vida continúa siendo parte de la búsqueda humana. Hay gozo cuando recordamos que los que hemos conocido la obra de la cruz, hemos también hallado la respuesta al interrogante del sentido de vivir. Nuestras necesidades son satisfechas en Dios, por ende, los hijos aprendemos día a día, a no sostenernos en quiénes somos ante los demás, sino en quién es nuestro buen Padre.
¡Cuánta paz nos ha de dar que Él baste, hoy y siempre! Lo que guardan nuestras manos como herencia, es la certeza de que el Señor nos guarda en las suyas. Nuestra alma puede declarar que si tenemos a Dios, hemos encontrado todo.